El mundo está lleno de iglesias cristianas presididas por la imagen del Crucificado y está lleno también de personas que sufren, crucificadas por la desgracia, las injusticias y el olvido: enfermos privados de cuidado, mujeres maltratadas, ancianos ignorados, niños y niñas violados, emigrantes sin papeles ni futuro. Y gente, mucha gente hundida en el hambre y la miseria. Hoy, en muchas de nuestras iglesias, también acudimos a recoger, como los niños hebreos, el ramo de olivo, muchas veces más por algo mágico, que por representación de una entrada triunfal de quien da la vida por nosotros.
Es difícil imaginar un símbolo más cargado de esperanza que esa cruz plantada por los cristianos en todas partes: «memoria» conmovedora de un Dios crucificado y recuerdo permanente de su identificación con todos los inocentes que sufren de manera injusta en nuestro mundo.
Sé de personas alejadas de la práctica dominical que, año tras año, toman parte en un viacrucis del Viernes Santo. Apenas mueven los labios. No sé si recuerdan ya alguna oración. Pero allí están en silencio entre la gente que hace el recorrido tradicional. Estoy seguro de que en el corazón de no pocos se despiertan sentimientos hace tiempo olvidados de arrepentimiento, agradecimiento y confianza en Dios.
Hace algunos años, un médico me decía que sólo asiste a la celebración litúrgica del Viernes Santo. Escucha con atención el relato de la Pasión y luego espera lo que, para él, es el momento culminante: cuando se descubre la cruz y el pueblo se acerca a besarla. Lleva años sin comulgar. Pero cada Viernes Santo se acerca puntualmente a besar la imagen de Cristo crucificado. ¿Qué pondrá este hombre en ese beso?
El sufrimiento deja al ser humano sin palabras. De nada sirven tas teorías ni las explicaciones piadosas. Ningún razonamiento es capaz de consolarlo. Lo primero que brota de un corazón dolorido es la queja, el gemido y la impotencia. Ninguna idea, ninguna palabra puede escamotear el escándalo del mal.
De hecho, el Dios encarnado en Jesús no ha dado explicaciones sobre el mal. Ha hecho algo más: lo ha compartido. Hay dos actitudes básicas de Jesús ante el mal. Por una parte, lo ha combatido con todas sus fuerzas por verlo arrancado de la vida. Por otra, no se ha dejado bloquear por él y lo ha asumido hasta el final confiando plenamente en su Padre. Al grito estremecedor del «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», le ha seguido el «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu.» Y Dios le ha respondido resucitándolo de la muerte.
Toda persona que sufre tiene derecho a quejarse ante Dios. Pero tendrá que hacerlo, no ante un «Dios apático», que se supone está en su cielo disfrutando de su eterna felicidad, sino ante ese «Dios crucificado» que ha compartido nuestro dolor e impotencia hasta la muerte. Tendrá que quejarse, no a un «Dios indiferente y lejano», sino a un Dios que, encamado en Jesús, se ha comprometido contra el mal hasta dar la vida.
Esa cruz, levantada entre nuestras cruces, nos recuerda que Dios sufre con nosotros. A Dios le duele el hambre de los niños de Calcuta, sufre con los asesinados y torturados de Irak, sufre con cada episodio de guerra inútilmente injustificada, llora con las mujeres maltratadas día a día en su hogar. No sabemos explicamos la raíz última de tanto mal. Y, aunque lo supiéramos, no nos serviría de mucho. Sólo sabemos que Dios sufre con nosotros y esto lo cambia todo.
Pero los símbolos más sublimes pueden quedar pervertidos si no sabemos redescubrir una y otra vez su verdadero contenido. ¿Qué significa la imagen del Crucificado, tan presente entre nosotros, si no sabemos ver marcados en su rostro el sufrimiento, la soledad, el dolor, la tortura y desolación de tantos hijos e hijas de Dios?
¿Qué sentido tiene llevar una cruz sobre nuestro pecho, si no sabemos cargar con la más pequeña cruz de tantas personas que sufren junto a nosotros? ¿Qué significan nuestros besos al Crucificado, si no despiertan en nosotros el cariño, la acogida y el acercamiento a quienes viven crucificados?
El Crucificado desenmascara como nadie nuestras mentiras y cobardías. Desde el silencio de la cruz, él es el juez más firme y manso del aburguesamiento de nuestra fe, de nuestra acomodación al bienestar y nuestra indiferencia ante los crucificados. Para adorar el misterio de un «Dios crucificado», no basta celebrar la semana santa; es necesario, además, acercamos un poco más a los crucificados, semana tras semana.
Hasta la próxima. Paco Mira