No hace mucho hablaba con alguien que me decía que cada vez queda menos hueco para le esperanza. En un mundo en el que si abrimos los periódicos o los informativos no vemos más que calamidades: en España, en Valencia, la Dana hizo de las suyas. Fueron y son días de mucho dolor y sufrimiento, de muerte, de angustia, de desesperación de rabia… En todas partes había un sentimiento generalizado de profunda tristeza, tanto por lo que se estaba viviendo ahora como por el futuro que les espera a tantas personas que han perdido sus seres queridos y también los seres materiales. Si a esto le unimos las guerras que no cesan, el drama de la inmigración y a tantos males que aquejan a nuestro mundo, el panorama es desolador y no es de extrañar que muchos le den la razón al que hablaba conmigo: predomina el abatimiento y la desesperanza. Parece qie es el tiempo de los profetas de calamidades.
Hoy comenzamos el tiempo de adviento, el tiempo por excelencia de la esperanza. Y en este ambiente generalizado, no resulta nada fácil hablar precisamente de la esperanza. Pero precisamente por lo mal que está todo, tenemos que dejar que resuenen las palabras que Jesús nos ha dicho en el evangelio: «cuando empiece a suceder esto, levantense, alcen la cabeza porque se acerca su liberación».
Jesús no ha venido a traer un mensaje fantasioso e ilusorio, el “opio del pueblo”, El evangelio, la Buena Noticia que él anuncia, está enraizada en la realidad, por dura que sea, como también ha dicho, utilizando un lenguaje simbólico: «habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes perplejas, desfalleciendo por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene al mundo encima». Casi parecen las predicciones de gurús o de mediums que nos anuncian el fin del mundo. Pero estas palabras, que se pueden aplicar a nuestra realidad, no pretenden hundirnos, sino darnos luces de esperanza: «Entonces verán al hijo del hombre venir…».
Ante situaciones trágicas, es lógico caer en la desesperación, el sinsentido de la existencia. Pero Jesús es la Buena Noticia del Dios que, por amor, se ha encarnado por nosotros y por nuestra salvación. Por eso, el Adviento nos recuerda cada año que Dios es un Dios cercano: vino una vez al hacerse hombre, como recordaremos en la Navidad; vendrá de nuevo al final de los tiempos, pero también viene ahora en cada persona, en cada lugar, en cada acontecimiento…
La llamada a la esperanza es porque la fe en Dios no es solo para el futuro, sino para el presente. Dios es compañero de camino, sobre todo cuando más duro se hace este. El Padre ayuda más al hijo, cuando mayor dificultad tiene este. Un Padre que nos dice, ánimo, levanta la cabeza, no te agaches, no te dejes dominar por la tragedia y el abatimiento. Pero es más: para poder alzar la cabeza, nos dice que tengamos cuidado de nosotros, no sea que se nos emboten nuestros corazones. Hemos de estar despiertos en todo tiempo, momento y lugar. Son llamadas a no dejarnos arrastrar por los sentimientos pesimistas, por huidas de la realidad, sino todo lo contrario, u a llamada a ser responsables y conscientes por nosotros y por los demás.
Una vela que encendemos cada domingo que nos recuerda que no tenemos que bajar la guardia. Un jubileo que nos tiene que preparar para la alegría de un año siendo peregrinos de la esperanza. Un Sínodo que ha terminado con la esperanza de caminar juntos, en la misma dirección marcando las directrices de la Iglesia que queremos en un mundo que se me antoja muy derrotado. Y todo ello preparando el corazón haciendo el pesebre a la humildad personificada que aún a pesar de las dificultades y calamidades camina con todos y cada uno de nosotros.
Por eso yo sí creo en la esperanza. No en la de los hombres sino en la esperanza de Padre Dios.
Hasta la próxima. Paco Mira