Reflexión de nuestro amigo Paco Mira con motivo del domingo I de Cuaresma.
A veces pensamos que para llegar a ser santos, hay que sufrir y además recrearse en el sufrimiento. Pero convertirse no es empeñarse en ser santos, sino aprender a vivir acogiendo el Reino de Dios y su justicia. No se nos pide una fe sublime, de tratado de teología que puede ser que no entienda nadie, sino que vivamos confiando en el amor que Dios nos tiene. Convertirse no es vivir sin pecado, sino aprender a vivir el perdón, sin orgullo ni tristeza, sin alimentar la insatisfacción por lo que deberíamos ser y no somos.
La Palabra de Dios, hoy nos dice. ¡conviertanse, porque está cerca el reino de Dios!. ¿Qué le pueden decir estas palabras a un hombre o a una mujer de nuestros días?. A nadie nos atrae una llamada a la conversión. Pensamos enseguida en algo costoso y poco agradable: una ruptura que nos llevaría a una vida poco atractiva y deseable, llena solo de sacrificios y renuncia.
Si fueramos a los textos originales, vemos que el verbo griego que traduce por convertirse, significa en realidad ponerse a pensar, revisar el enfoque de nuestra vida. Igual el mensaje de Jesús tiene que ser «miren si no tienen que revisar y reajustar algo en nuestra manera de pensar y de actuar para que se cumpla en nosotros el proyecto de Dios, de una vida más humana».
Si esto es así, lo primero que hay que revisar es aquello que bloquea nuestra vida. Convertirnos es liberar nuestra vida, eliminando miedos, egoísmos, tensiones, esclavitudes que nos impiden crecer de manera clara y armoniosa. La conversión que no produce paz y alegría no es auténtica. No nos está acercando al Reino de Dios.
Nos dice hoy el evangelio que Jesús «proclamaba la Buena Noticia de Dios». Para muchos que solo conocen lo religioso desde fuera, la verdadera oportunidad de entrar en contacto con lo cristiano y descubrir ese Dios es encontrarse con hombres y mujeres en cuya vida se pueda ver con claridad que creer en Dios hace bien. Durante siglos, Jesús de Nazaret ha sido el estímulo para muchos y la fuerza más vigorosa para vivir con sentido. Hoy, sin embargo, son bastantes los que no aciertan a descubrir su valor. Poco a poco, Jesucristo va siendo olvidado.
Hoy se discute todo. Nada parece tener un valor decisivo: ideales, filosofías, valores, religiones… todo queda sometido a los intereses prácticos del vivir diario. Pero una vez cuestionado todo eso, queda un problema que cada uno ha de resolver: hay que acertar en la vida, y no es fácil encontrar el camino. Jesús puede ser el estímulo más poderoso y la esperanza más firme para vivir, amar, crear, soñar.
A lo largo de los años hemos cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más criticos y escépticos pero también más frágiles y menos consistentes interiormente. No nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. La vida no se hace más llevadera y más humana solo con dejar de lado a Dios. Tal vez lo primero que hay que recordar es que Dios no está lejos de nadie. Todo hombre y mujer, el más indiferente, el más incrédulo vive envuelto por su amor insondable. Dios se deja encontrar por quien lo busca con sincero corazón.
Es por ello que hoy se nos invita a un viaje al desierto. Al silencio, a la mirada del espejo donde solamente nos encontramos con nosotros mismos y con Dios. Un lugar inhóspito, duro, difícil, complicado, como la vida misma y allí hemos de escuchar las palabras que nos recuerdan :«conviértanse y crean en la Buena Noticia de Dios». Dios sigue cerca, es bueno confiar en él. Nuestros brazos se tienen que abrir para acoger en silencio el desierto. Podemos tener la sensación de que nuestras vidas transitan por un desierto donde las alimañas de la guerra, el hambre, la violencia, el vacío existencial, las prisas, nos dificultan mucho el caminar en paz. Es en el silencio de estos días donde se nos ofrece la posibilidad de descubrir qué nos dicen estas realidades, que podemos aprender de ellas, que retos nos están planteando a nivel personal y a nivel comunitario.
La vida nunca es plenitud ni éxito total. Hemos de aceptar lo inacabado, lo que no acertamos a corregir. Lo importante es mantener el deseo, no ceder al desaliento. Convertirnos no es vivir sin pecado, sino aprender a vivir del perdón, sin orgullo, sin tristeza, sin alimentar la insatisfacción por lo que deberíamos ser y no somos. Así dice el Señor: “Por la conversión y la calma, serán liberados” (Is 30,15)
Hasta la próxima. Paco Mira