Comenzamos, este fin de semana, el tiempo ordinario. Da la impresión de que como no haya una fiesta volvemos a lo rutinario, a lo de siempre, a la “no novedad”. Quizás sea ese uno de los males de nuestro compromiso cristiano: lo rutinario. No ver cada día o cada finde, algo nuevo en el mensaje de Jesús de Nazaret.
Y es curioso como la vida misma, nos va dando las pautas para lo novedoso. El mes pasado, dentro de las fiestas navideñas, dos acontecimientos nos han sobresaltado: por un lado, el fallecimiento de “o rei Pelé”, ese mítico jugador que hizo las delicias de tantos y tantos que nacieron en la década de los 50 y que han visto su desarrollo a lo largo de años sucesivos. Muchos han llorado su marcha, porque no van a volver a verlo, simplemente recordarlo a través de las nuevas tecnologías.
Por otra parte, el fallecimiento de Joseph Ratzinger (Benedicto XVI), controvertido como papa, criticado por muchos, pero al que no se le puede negar la valentía de echarse a un lado cuando la dificultad física se hizo patente por los años. Un hombre que estuvo al frente del Santo Oficio, un hombre al que muchos han tenido en sus libros, como cabecera de sus estudios. Un hombre, del que ahora se está escribiendo lo que probablemente no se dijo en vida.
Estamos en el tiempo ordinario. Quizás es el mayor tiempo que litúrgicamente contemplamos a lo largo del año y quizás debiera ser el tiempo al que mayor tiempo debiéramos dedicar a buscar lo novedoso en lo ordinario. A veces pensamos que por ser ordinario, no tiene que ser especial. Creo que es un reto que tenemos que cumplir.
El bautismo de Juan, le hizo ser testigo privilegiado de un acontecimiento rutinario. Me quiero imaginar la cola que tendría el Bautista para bautizar en el Jordán y uno de los que estaba en la cola le marcó para toda la vida, que le lleva a decir, “este es el Hijo de Dios”. Le hizo testigo de un acontecimiento que le marcó.
Muchos de nosotros estamos bautizados, pero a muchos de nosotros probablemente no nos ha marcado, por eso lo Ordinario del tiempo que comenzamos se nos convierte en rutinario y poco atractivo. Cuando en la primera lectura se nos invita a ser luz para las naciones, me da la impresión que esa luz de Belén que se nos acercó en Navidad, se apagó hace tiempo y por ello ya no alumbra. Lo ordinario se vuelve rutinario, incluso porque “siempre se ha hecho así”. A veces no somos capaces de dejar volar la imaginación de la renovación sinodal.
Pero no solamente Juan, Pablo en la segunda lectura de este fin de semana, nos habla que somos Apóstoles. El evangelio nos habla de doce, pero podemos poner el nombre de todos y cada uno de nosotros y la cadena podría ser interminable y de esa manera podría ser que la luz de Belén vuelva a recobrar el aire necesario para seguir brillando en un mundo cada vez más oscuro por infinidad de situaciones.
Todo ello nos llevaría a gritar con voz potente, y como Juan, “Este es el Cordero de Dios”, ¡qué bueno sería!
Dios no quiere para nosotros una vida de fe mediocre, empequeñecida. Es poco que nos conformemos con un puro cumplimiento de normas y preceptos. Dios cuenta con nosotros para una misión: ser “apóstoles de Jesucristo”. Y nuestra misión es la misma que la de Juan el Bautista: señalar la presencia de Jesús Resucitado en nuestro mundo. Eso requiere por nuestra parte un conocimiento cada vez más personal y profundo del Señor. No podemos ser apóstoles si sólo sabemos datos del Señor, necesitamos “conocerle” personalmente, ser discípulos mediante la oración, la formación y la celebración de los sacramentos, para poder responder a su llamada, ser apóstoles y decir de modo creíble: yo lo he visto, y he dado testimonio de que éste es el Hijo de Dios.
Ojalá que lo ordinario no se convierta en rutinario.
Hasta la próxima. Paco Mira