Es más: creo que ninguno lo es. Si le preguntamos a cualquier madre, nos dirá que su hijo no es malo, es inquieto, nervioso… pero no es malo. Recuerdo, ahora que uno va cumpliendo años, que de pequeño había un personaje llamado » el repelente niño Vicente». Hasta rimaba y todo y que venía en ciertas revistas satíricas, con un cariz de progresismo para la época, como era la revista de la codorniz Es verdad que era un niño insoportable, siempre vestido a la última, bien peinado, engreído y orgulloso, lo sabía todo, que utilizaba un lenguaje de mayor estudiado, quizás hasta pedante y que daba lecciones a los demás. Un personaje de gran popularidad que llegó incluso a acuñar una frase típica: «pareces el repelente niño Vicente», que venía a encajar cuando nos encontrábamos con alguien que respondía a las características del propio Vicente.
Quiero creer que a la Iglesia, como institución, y quizás a muchos que nos damos golpes en el pecho, hemos dado la imagen de Vicente: nos lo sabemos todo, hemos sido y somos los buenos de una película que solamente hacemos nosotros, los otros son los malos; nos hemos creído en posesión de la verdad absoluta y la hemos querido inocular a la fuerza, cual vacuna estrictamente necesaria; hemos utilizado un lenguaje que se aleja a infinitud «infinita» del lenguaje normal y cotidiano de la gente sencilla; nos hemos visto muy pulcros en relación a los demás y como dice el libro de la Sabiduría » el justo nos resulta incómodo».
Resultamos repelentes porque aparentamos algo que, en realidad, luego no cumplimos tan bien como nos creemos. Porque nos hemos olvidados que aunque seamos católicos, participamos en la eucaristía dominical, somos pecadores, nos falta la humildad necesaria para reconocer que solo Dios tiene la verdad absoluta y no nosotros.
Creo que el evangelio de esta semana nos pone ante dos actitudes. Por un lado que el que quiera ser el primero, que sea el último y servidor de todos. Como discípulos hemos de renunciar a ambiciones, rangos, honores y vanidades y no siempre en nuestras comunidades se produce. En el grupo, en la comunidad nadie ha de pretender estar sobre os demás. Al contrario, ha de ocupar el último lugar y ponerse al nivel de quienes no tienen poder ni ostentan rango alguno.
Y la segunda actitud, Jesús la ilustra con un gesto entrañable. Pone a un niño en medio, quizás el repelente Vicente, para que aquellos hombres ambiciosos y farrucos se olviden de honores y grandezas, y pongan los ojos en los débiles, los pequeños, los más necesitados de defensas y cuidados. Lo abraza y dice que el que acoge a uno de estos pequeños, acoge al propio Jesús.
Es la lección que como Iglesia tenemos que aprender. No nos debe asustar y creo que no nos asusta a muchos, que acojamos a los humildes y sencillos, a las colas del hambre, a los que llegan a caritas, a los que llaman a las puertas que las administraciones públicas por el protocolo del papeleo cierran y mandan esperar a solucionar el problema, pero mientras. No nos debe asustar que miles de voluntarios, desde la sencillez y la voluntariedad, sacrifican horas y tiempo a sus familias, para interesarse por los «niños» (de cierta edad) a la que los «mayores» de la administración pretender hacer callar.
No nos callemos ni ante la subida de la luz. Probablemente en las grandes instituciones los gastos eléctricos se justifican como gastos generales, mientras que nosotros tenemos que deambular de madrugada para poner una lavadora y que nuestros hijos, los repelentes, vayan limpios al colegio.
Pero esto será tema de otra carta.
Hasta la próxima. Paco Mira