¡Qué fácil es, a veces, hablar del evangelio!. ¡Qué fácil es, a veces, preparar una homilía!. ¡Qué fácil es, a veces, hablar en una reunión!.. Qué fácil y con qué facilidad, a veces, convencemos a los demás de lo que muchas veces nosotros no estamos convencidos o por lo menos nos cuesta creer aquello que decimos. Pero seguro que esa es la grandeza de lo que la semana pasada teníamos que experimentar como reto: el desierto. El lugar cuaresmal por excelencia, donde uno se puede encontrar a solas consigo mismo y por supuesto con Dios.
Ahora nos tenemos que subir a una montaña. Nos tenemos no. Nos invitan a subir a una montaña. Subir la montaña no es tarea fácil, seguro que no está al alcance de muchos y menos si los que intentan subir no han hecho un poco de deporte previo para poder acometer las embestidas de la ruta que se me antoja nada favorable en muchos casos. Pero claro, es que la cuaresma no es un acceso apto par cualquiera. Lo es para los que de verdad y de corazón quieren creer en el evangelio y para ello se convierten.
Es curioso que los que suben a la montaña. Los que ya hicieron el camino antes que nosotros, exclaman: ¡qué bien se está aquí!. El premio, el resultado final al esfuerzo, al sacrificio, a la ceniza de la vida y del camino diario es encontrarse a Jesús tal y como el Padre lo quiere para nosotros. Es por ello que Pedro, aquel rudimentario pescador de Galilea, exclama, pero ¡qué bien me encuentro, qué bien se está aquí, qué maravilla de esfuerzo el haber subido a esta montaña dura!. Quiero quedarme, quiero hacer, no una, sino tres tiendas para los grandes que en la vida han marcado un camino. La respuesta es clara: Este es Jesús, este es mi Hijo, por favor, escúchenlo.
Esto me hace pensar, si la situación actual nos lleva a exclamar también como Pedro, pero ¡qué bien se está aquí!. Sin embargo veo que la realidad es otra. Que la dureza de la subida al monte, que la dureza de la subida del covid19, que la dureza del Erte, que la dureza de tantos ancianos en soledad o literalmente abandonados, que la dureza de tantas situaciones de familia que no llegan a fin de mes o que el paro no les llega para salir adelante… no lleva a exclamar que qué bien se está aquí.
Algo falla para que nuestras tiendas no estén ancladas con la suficiente fuerza para que todo aquel que viene a disfrutar de Jesús de Nazaret, exclame que qué bien se está aquí; algo falla para que esa voz de la nube que dice «este es mi hijo amado, escúchenlo», tenga una distorsión del sonido y haya tanto ruido que no es acogida por la mayoría.
Sin embargo no quiero ser pesimista. A pesar de los fallos, de las imperfecciones, de las cosas que no se hacen todo lo bien que se debiera, sigue habiendo gente que también dice qué bien se está aquí: qué bien se está aquí lo dicen esa cantidad ingente de voluntarios de caritas que después – muchos de ellos – de subir a su monte Tabor particular y familiar, sacan tiempo para escuchar a Jesús en el pobre y abatido. Sigue habiendo gente que dice qué bien se está aquí, cuando después de su Tabor particular sigue teniendo tiempo par acompañar al que en la soledad de la vida no tiene compañía o que busca la forma y la manera de aliviar la enfermedad de muchos. Sigue habiendo gente que dice que qué bien se está aquí esbozando una simple sonrisa incluso a aquel que no nos cae muy bien.
Quisiera también que mi Iglesia fuera un lugar donde pueda decir: qué bien se está aquí; donde se escuchen todas las voces, incluso las discordantes, pero sobre todo donde se escuche la voz de Padre Dios que dice: «este es mi Hijo, escúchenlo».
Ojala podamos subir al Tabor de nuestra vida y decir, qué bien estoy aquí.
Feliz Cuaresma. Hasta la próxima. Paco Mira