Una vez pasada la festividad del Cuerpo y la Sangre de Cristo volvemos a celebrar un domingo más la liturgia en la que se nos manifiesta el corazón gigantesco que Dios tiene. Un corazón misericordioso. ¿Qué nos pide Dios a cambio? Que le demos, y ofrezcamos a los demás, lo mismo que Él nos regala: amor. Por eso nuestra vida como cristianos debe ser en todo momento solidaria y dándonos a los demás, como lo hizo Jesucristo.
Nuestras celebraciones en este tiempo están marcadas por la lectura continuada de uno de los relatos evangélicos. Este año es el de Lucas. Y esta vez lo iniciamos con una historia muy emotiva: Jesús que se encuentra con un grupo de gente que llevan a enterrar a un joven, hijo único de una madre viuda. Una tragedia, sobre todo para la madre, que, además del dolor por la muerte del hijo, sufre también porque sabe que quedará sola y desamparada. Pero Jesús se acerca y devuelve la vida al joven. Ese será uno de los grandes signos de la vida nueva que Jesús nos da, y que quiere que nosotros seamos también capaces de dar.
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