En esta sociedad de cambios rápidos y profundos, las personas nos conformamos con seguir haciendo siempre las mismas cosas de todos los años, y un tiempo donde se nota mucho, es en la navidad. Nos vamos quedando llenos de cosas y vacíos de encuentros con personas, de encuentros con vidas resquebrajadas y de encuentros sanadores con personas que nos aportan sanación para nuestras heridas. Nos faltan besos y abrazos. Pasan muchos días sin que se nos muevan las entrañas por el gozo de las buenas noticias, aunque nos parezcan pequeñas, y por las penas de las tragedias humanas que casi siempre son grandes y destructivas.
Esta sociedad aprovecha estas fechas para poner más luces, ofrecer más posibles regalos, repetimos cenas y comidas de muchas clases con gente con la que comemos o cenamos una vez al año. Las ONG también aprovechan para vendernos productos de comercio justo; algunas personas aprovechan para hacernos socios y todavía visitamos y ponemos belenes por diferentes puntos de nuestro pueblo.
Todo esto nos entretiene, ocupamos el tiempo libre, gastamos la paga extra, mantenemos solidaridades tranquilizadoras. Pero el mensaje de este cuarto y último domingo de adviento, nos lleva a otros derroteros: al enterarse, María se levantó y se puso en camino. Tanto en María como en Isabel se da una intervención especial de Dios. Un Dios para quien no hay nada imposible y que cumple todas sus promesas.
Para María la fe se traduce en disponibilidad. Ella experimenta que en sus entrañas se hace realidad el milagro de la vida y se pone en camino. Su propósito, tremendamente humano, es ayudar a su prima Isabel ante el nacimiento inminente de su hijo Juan.
Para Isabel, la fe se traduce en capacidad de acogida agradecida. Le sorprende y le agrada la presencia de María. La proclama dichosa por haber creído a Dios y reconocer la grandeza de María, por ser la madre de su señor. Las dos mujeres son conscientes de la acción del espíritu Santo en lo más íntimo de sus entrañas. El encuentro les produce una profunda alegría, que se explica no solo por el cariño que provocan los lazos de carne y sangre, sino por la experiencia compartida de la fe. El Espíritu les une en una especial complicidad, que se pone de manifiesto en los saltos de alegría del hijo de Isabel en su vientre, al experimentar la cercanía de Enamnuel, del Dios con nosotros. El Espíritu es el motor del gozo y la esperanza de estas dos mujeres protagonistas indiscutibles de la historia de la salvación.
La vida de María e Isabel era una vida ordinaria de atención a la casa, a la gente de su pueblo y a la vida religiosa en el templo. Cuando acontece lo extraordinario, las dos embarazadas se comportan como que la ayuda aparece de lo alto. Sus vidas no solo no se interrumpen, sino que salen al encuentro mutuo que moviliza sus entrañas y por ello alaban al Señor, «porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá».
En el tiempo de aviento los cristianos estamos llamados a vivir la alegría y la acción de gracias ante un Dios que, en el misterio de la Encarnación, hace realidad el cumplimiento de sus promesas. Cada uno de nosotros está invitado a vivir en estado de buena esperanza, a estar embarazados, y a dar a luz a Jesucristo, haciéndole presente en nuestro mundo de hoy con nuestra forma de ser y actuar.
María, una mujer pobre y humilde, acoge el misterio de la Encarnación del Hijo de Dios; no sabía bien cómo se desarrollaría ese Misterio, tuvo que conservar todas estas cosas meditándolas en el corazón, pero eso no fue obstáculo para vivir en cuerpo y alma este Misterio y sentirse llamada a compartirlo.
Cuantos hay, que como Isabel, solo necesitan el saludo de cada uno de nosotros, para que acojan en todo su ser el Misterio. Valorar el protagonismo de las mujeres en el plan de salvación de Dios sobre la humanidad. No es una historia solo de hombres, sino de mujeres, con voz, con salir hacia los otros, con verdadera fe vivida y expresada.
Hasta la próxima. Paco Mira