Hoy todo va con curriculum para poder ser alguien en la vida. Para cualquier trabajo, necesitamos un papel. Estamos en la cultura del papel: supermercado, hijos, carnets, a diferencia de los tiempo sde nuestros abuelos que con un apretón de manos arreglaban todo….pero nos encontramos con un Jesús que no tenía un poder cultural como los escribas. No era un intelectual con estudios, no había hecho ninguna carrera ni ningún master. Tampoco poseía el poder sagrado como los sacerdotes del templo. No era miembro de una familia honorable, ni pertenecía a las elites urbanas de Tiberiádes. No había estudiado en ninguna escuela rabínica. No se dedicaba a explicar la ley. No le preocupaban las discusiones doctrinales. No se interesó nunca por los ritos del templo.
Cuando llegó a Nazaret, la gente se maravilló por la sabiduría de su corazón y la fuerza curadora de sus manos. Jesús lo único que sabía hacer era comunicar su experiencia de Dios y enseñaba a vivir bajo el signo del amor. Sanaba la vida y aliviaba el sufrimiento.
Probablemente los hombres buscamos a Dios en lo espectacular y extraordinario. Nos parece poco digno encontrarlo en lo sencillo y habitual, en lo normal y no vistoso.
La encarnación de Dios en un carpintero de Nazaret, nos descubre, sin embargo, que Dios no es un exhibicionista que se ofrece en espectáculo, el ser todopoderoso que se impone y del que hay que defenderse, como dirá algún filósofo. El Dios encarnado en Jesús es el Dios discreto que no humilla. El Dios humilde y cercano que , desde el misterio mismo de la vida ordinaria y sencilla, nos invita al diálogo. Dios está en el centro de nuestra vida, aún estando más allá de ella.
A Dios lo podemos descubrir en las experiencias más normales de nuestra vida cotidiana. En nuestras tristezas inexplicables, en la felicidad insaciable, en nuestro amor frágil, en las añoranzas y anhelos, en las preguntas más hondas, en nuestro pecado más secreto, en nuestras decisiones más responsables, en la búsqueda sincera.Cuando un hombre ahonda con lealtad en su propia experiencia humana, le es difícil evitar la pregunta por el misterio último de la vida al que los creyentes llamamos Dios.
Lo que necesitamos son unos ojos más limpios y sencillos y menos preocupados por tener cosas y acaparar personas. Una atención más honda y despierta hacia el misterio de la vida, que no consiste solo en tener un espíritu observador, sino en saber acoger con simpatía los innumerables mensajes y llamadas que la misma vida irradia. Diios no está lejos de los que lo buscan con la sinceridad del corazón.
Un profeta es un personaje molesto que no se doblega ante nadie. No tiene precio y su palabra penetra como cuña en las partes más sensibles de nuestro actuar. Pone en crisis, desestabiliza, nos deja en el aire, nos despierta, sisembra la duda contra nuestras seguridades. Critica el orden establecido, señala los puntos débiles, marca caminos nuevos, exige cambios radicales que contrapone a la situación actual.
Muchos profetas del pasado son conoceidos, hablan de ellos la Biblia o la historia del cristianismo, particularmente la de los mártires reconocidos como tales por la Iglesia. Otros muchos – la mayoría – también fueron profetas, mártires y no los conocemos. Unos y otros compartieron de alguna manera el destino de Jesús.
No quiero olvidarme de Oscar Romero, Francisco de Asís, Ellacuría y los mártires en el Salvador; los grandes teólogos del Vaticano II, Rahner, Häring, etc… si la sinodalidad en la que estamos inmersos no camina por cauces proféticos audaces, no se abrirá el evangelio a la nueva gentilidad. Nos hacen falta profetas que vean y piensen la situación y los problemas de las comunidades. Repetir y repetir no evangeliza. Hace falta aliento vital y audacia profética.
¿Somos profetas de calamidades o profetas audaces?
Hasta la próxima. Paco Mira