El otro día, aprovechando los días de calor, y con un paseíto por la avenida de canarias de Vecindario, en un banco había dos personas de avanzada edad que se estaban recreando en cómo cada uno de ellos preparaba la tierra para las plantaciones correspondientes: hay que arar, hay que echar el guano, tengo que llamar el tractor, las hojas tienen que salir de una manera determinada… y hablaban con una naturalidad tan pasmosa que yo no entendía nada. Pero había algo que a los dos le caracterizaba: pasión, entusiasmo, interés… y también coincidían en algo: era duro y a veces no te daba la satisfacción que tú habías puesto cuando plantabas.
Este fin de semana, se nos habla de un sembrador. Casi siempre ponemos el acento en el que siembra. Es verdad que no es fácil hacerlo y – como oía a las personas de edad – lleva su trabajo. Pero tan importante es plantar como preparar o escoger la tierra. Después la naturaleza, el riego, la dedicación, el mimo, las fechas, etc. harán lo demás.
Salió el sembrador a sembrar. Quiero imaginar una hora temprana para que los rigores de la climatología no empañen el buen hacer, y sobre todo, según ellos, no había que tener prisa. Uno de ellos recordaba el refrán que decía que las prisas eran malas consejeras. La naturaleza se encargaría de lo demás.
A veces, en nuestra Iglesia, tenemos prisa en que la siembra surta el efecto ya, sin dilación, con la rapidez con la que actuamos en la vida diaria y queremos que los grupos de la parroquia haya no sé cuántos confirmandos, que hagan la primera comunión no sé cuántos chiquillos, que tengamos más de cuarenta catequistas y no sé cuántos grupos en la parroquia. Si no funciona es que no hicimos las cosas bien, hemos fallado, hay que cambiar por completo el método utilizado, etc….
Y, sin embargo, el método de Jesús es la paciencia. No hay prisa: siembra, abona, riega, habrá semillas que no caigan en tierra buena, otras se la comerán los pájaros, otras serán fuera del surco… pero habrá alguna que caerá donde tenga que hacerlo y dará su fruto y además este será abundante.
Cuantas veces vamos a una charla, a un retiro, a unos ejercicios espirituales… y no nos dicen nada y al cabo del tiempo nos viene a la mente lo que habíamos escuchado y empezamos a hacer mella en lo que habíamos meditado. Es verdad, también, lo que nos decían los dos hombres maduros: hay que ser constantes, hay que saber regar, hay que controlar los ciclos de la naturaleza, puesto que, si no es época de plantar algo, por más que nos empeñemos no tenemos el fruto que nos corresponde.
Creo que es bueno que recemos para que la tierra siga dando su fruto. Probablemente en las vocaciones (presbiterado, diaconado, vida consagrada, etc) es donde queremos que más se note. Sin embargo el evangelio da infinidad de pluralidades: al laicado comprometido, al laicado con responsabilidad dentro de la Iglesia, a la responsabilidad de los laicos en tareas y misiones pastorales: sin duda es una labor de abono amplia y no restrictiva.
Ojalá que nos dejemos – como tierra – preparar para poder ser abonados por el sembrador. Ojalá que demos los frutos que él espera de nosotros. Seguro que si hacemos eso, el cambio climático espiritual no tendrá mucha mella en nosotros.
Hasta la próxima.. Paco Mira