Colaboración de nuestro amigo Paco Mira en este II domingo de Cuaresma.
Recuerdo que de pequeño – han caído ya algunas lluvias – mis padres (con mis abuelos) íbamos los domingos a casa de unos amigos que tenían una finca llena de árboles frutales. Yo me la imaginaba como el jardín del Edén. Cogíamos una guagua (hoy, tipo global) y en una hora nos dejaba en el lugar convenido. Era un follón: había que levantarse temprano, estar con tiempo en la parada, discutir con el que quería meterse delante; a los niños nos metían por la ventanilla (de aquella se podían abrir) para guardar el asiento…. Hasta que uno llegaba a la finca. Otro follón: había que cargar con lo que habíamos llevado y a la tarde la “liturgia de vuelta” volvía a repetirse. Pero siempre me acordaré que mi abuela, después de descargar lo que llevábamos, después de comer, allá a la hora de la siesta, manifestaba respirando hondo: ¡qué bien se está aquí! Y, era curioso que aquella expresión, casi cual mantra dominical, contagiaba a todos de tal manera, que toda la familia asentía aquella expresión, aunque no fuera real: ¡qué bien se está aquí!
No sé, si Pedro estaría en una situación parecida, pero sí creo que fue uno de los protagonistas involuntarios de una frase que pasó a la historia por el estado de felicidad que experimentaron los que tuvieron la fortuna de estar en el monte Tabor. Es más: en aquellas excursiones con mi familia, quisiéramos en alguna ocasión, quedarnos más de un día en aquella finca; las horas parecía que corrían más de la cuenta y no queríamos que eso sucediese. Creo que a Pedro le pasó lo mismo y por ello sugiere hacer tres tiendas, para estar en la comodidad de una presencia, de una situación determinada y con unos invitados de lujo.
En mi ocasión, como en la de Pedro, hemos visto la Vida (con mayúsculas), en su plenitud; disfrutar de lo que nos rodea viendo en ello la presencia viva de quien nos ha dado la Vida, no tiene precio, es un lujo, dan ganas de no marcharse de donde hemos “puesto la tienda”. Cuando yo volvía a mi casa y me acostaba en la cama por la noche, reproducía los momentos vividos durante el día, como si fueran reales y deseaba que volviera el domingo para volver a vivir la experiencia.
Se preguntarán que qué tiene que ver todo esto con lo que este finde las lecturas nos ofertan. Quiero creer que en nuestra Iglesia, los que vamos a ella, podemos afirmar aquello de ¡qué bien se está aquí! No quisiéramos que los días pasaran; no quisiéramos que las amistades que hemos cosechado en esos momentos se acabaran. Porque ¿qué bien se está aquí!.
Claro, para conseguir eso y estando en la cuaresma, hay que olvidarnos de nosotros mismos, salir de aquello que nos impide ser felices y manifestar la felicidad que nos hace estar bien. Por ello habría que hacer como Abrahám: salir de nuestra tierra, de nuestras seguridades; salir de nuestro confort; salir de aquello que nos impide vivir la Vida y ser felices con ella.
Pedro me da envidia sana. Y me la da porque él nos enseñó a que con poco, con un ratito de encuentro, con hacernos los encontradizos, podemos encontrarnos con el propio Dios, hecho imagen y semejanza nuestra en la figura de Jesús y que éste nos transporta de nuevo al Padre.
Creo que hemos perdido la expresión ¡qué bien se está aquí!: vivimos agobiados, atareados con los precios, con la situación angustiosa del mercado laboral, con enfermedades que nos visitan sin querer, con las guerras que no tienen sentido y que además nosotros, no henos buscado; con las disputas familiares por cuestiones que no tienen por qué serlo… hemos perdido el ¡qué bien se está aquí!
Ojalá que lo recuperemos. Qué recuperemos la felicidad en compañía de Jesús de Nazaret y podamos expresar, ¡qué bien se está aquí!
Feliz Cuaresma. Hasta la próxima. Paco Mira