Dicen que la carrera del Dakar, es la más exigente del mundo. Y lo dicen aquellos que experimentaron en sus carnes las diferentes etapas de un recorrido exigente, duro, con pocas posibilidades de salirse de la ruta trazada, y sobre todo en un tiempo que no se me antoja rápido, pero sí oportuno. Es un rally en el que, aunque todo se lleve muy estudiado, siempre hay que tener la capacidad de improvisación y tomar decisiones lo más ajustadas posibles al momento que se está viviendo. Muchos, a su pesar, abandonan: bien porque los medios que han puesto (el coche), no respondió en su momento, o sus colaboradores, o los mecánicos que se encargan de ello. Muchos también abandonan porque iniciada la prueba no se sienten capacitados para llevarla a la práctica. Pero hay algo en los que todos coinciden, los que acaban y los que abandonan: el año que viene lo vuelvo a intentar.
Se preguntarán que qué tiene que ver esto con el mensaje de este fin de semana. Creo que en algo se parecen: en los dos escenarios, hay un desierto. Y es que el desierto es el lugar donde no hay una ruta establecida por la que caminar o al menos no está señalizada; en el desierto las posibilidades de señalización son borradas por el viento que traslada la arena de un lado para otro; en el desierto las decisiones que tienes que tomar tienen que ser claras y oportunas, sino quieres ser víctima de su implacable intransigencia. Pero el desierto tiene algo que no tienen otros lugares: engancha.
La cuaresma comenzó reconociendo nuestra humildad, nuestra pequeñez, nuestra debilidad en un simple gesto de ceniza en nuestra cabeza recordándonos que tenemos que volver a empezar. Juan (el Bautista) nos recordaba en Adviento que para preparar el camino de Jesús era necesario convertirse; la ceniza ahora al iniciar la cuaresma, nos vuelve a recordar lo mismo: la necesidad de conversión. No podemos ir al desierto, si no tenemos la capacidad de convertirnos.
Claro muchos se preguntarán que de qué tenemos que convertirnos. ¡Qué maravilla!: Jesús da el primer paso, es tentado, es llevado al lugar donde las decisiones tienen que ser – como decíamos antes – claras y concisas, aún con el riesgo de que nos podamos equivocar; Jesús es también llevado al desierto, a ese “Dakar de la vida”, donde las inclemencias del día a día nos van a poner a prueba.
Jesús es tentado. Nosotros, todos los días, somos tentados. Nos ofertan todo lo que queramos y más. El camino de Jesús es tan tentador, que muchos lo comienzan, muchos se preparan concienzudamente, muchos tienen una ilusión tremenda, muchos se mantienen en forma todo el año hasta que llegue el momento de la carrera y… cuando comienza se dan cuenta que las cosas no son como uno las pensaba o esperaba: los acontecimientos de la vida, los medios que ponemos a veces no son los más adecuados, las compañías que escogemos para iniciar el viaje no son las que nos ofertan la ayuda más necesaria… todo eso lleva a que algunos digan basta que hasta aquí hemos llegado.
Otros, sin embargo, son capaces de soportar el envite de la aventura cuaresmal y son capaces de rechazar las tentaciones de decir que hasta aquí hemos llegado. El propio Jesús fue capaz de decir que apostar por el amor, aunque fuera en la cruz, valía la pena y por eso le dijo al diablo que por nada ni nadie en el mundo se iba a salir de la ruta establecida en el desierto.
Ojalá que, en esta cuaresma, que todos los años nos invita a darle la vuelta al calcetín de nuestro corazón, para iniciar un camino de conversión, seamos capaces de no decirle que no al propio Jesús. Volvamos a darnos otra oportunidad de conversión. Que le acompañamos y nos acompaña en esta maravillosa aventura cuaresmal.
Feliz Cuaresma. Hasta la próxima. Paco Mira