A lo largo de los años hemos conocido familias idílicas. Familias que de cara a los demás eran ejemplo de lo que la sociedad esperaba de ellas. Seguro que muchos de nosotros nos hemos educado en alguna de ellas. Familias trabajadoras, familias que se desvivían por sus hijos, familias en las que la comunicación era la bandera que ondeaba en un clima de absoluta convivencia. Incluso familias religiosas que compartían la fe dominical, sí o sí. Recuerdo en mi tierra un matrimonio que tenía nueve hijos. El padre en una esquina del banco de la iglesia, la madre en el otro y en el medio los nueve. Todo el mundo se maravillaba.
Los tiempos han ido corriendo, pasando, y esa imagen de familia que tradicionalmente hemos visto, resulta que ahora se ha desvanecido o no encaja en el modelo que tradicionalmente veníamos observando como tal: la fe, seguro que la comparten solamente los progenitores, los hijos ya no aparecen por la Iglesia, eso de rezar antes de almorzar puede suponer gestos o modos de desaprobación aunque se asumen por no hacerle el feo a los padres, pero esperando que – en el caso de hacerlo – acabe cuanto antes.
Celebra la Iglesia, este fin de semana, después de la Navidad, la Sagrada Familia. Quiero imaginar a un José limpiando una cuadra llena de basura de los animales, con un olor , quizás, nauseabundo, para que su mujer pudiera dar la luz. Seguro que las condiciones higiénico sanitarias no fueron las mejores ni las adecuadas. Pero ambos asumieron, desde el amor mutuo, un proyecto que, en principio, dudo que entendieran. Juntos iniciaron un camino seguro que con un temor a un resultado incierto.
El Concilio Vaticano II definía la familia, como una «comunidad de amor». Y es que el amor es el que tiene que mover los proyectos de futuro en una pareja que se ama y que quiere que Dios camine, desde el silencio, con ellos; que les ayude en todos y en cada uno de sus movimientos, que les guíe en los momentos de mayor angustia cuando las dificultades asoman por la ventana o llaman a la puerta de la convivencia.
Hoy la familia ya no es la de mi infancia. Hoy hay parejas, que desde el amor, como «Dios quiere», inician un camino en común y quieren que sus hijos compartan con ellos ese proyecto de vida, igual diferente, igual resulta extraño, pero Dios está en todos y cada uno de ellos.
Tenemos la costumbre de rechazar aquello que no vemos como de «toda la vida o que siempre se ha hecho así»; tenemos miedo a innovar o hacer diferente aquello que pudo servir , pero que ahora ha de ser de otra manera. Parejas que rehacen su vida, porque la anterior no dejaba desarrollar la vida; parejas en las que el hombre y la mujer no están presentes sino que son del mismo género, parejas en las que el amor evangélico es el motor de sus vidas, parejas en las que la fe, aunque muchas veces, no se vea de una manera clara, está presente.
Dios es amor. El amor es el motor que tiene que hacer funcionar el engranaje social que lo conforman las familias. Amemos y queramos a todos los que educan a sus hijos en el amor que ellos derrochan. La familia de Nazaret es sagrada porque el amor es sagrado y es lo que nos tiene que mover. Si aceptamos a José y a María, aceptamos a un tal Jesús que nos anima a vivir como comunidad de amor.
Hasta la próxima. Paco Mira