Nuestra cultura influye en nuestras relaciones sociales, en nuestra manera de ver la vida, en nuestra forma de compartir vivencias, etc… Una cultura que ha sido transmitida de padres a hijos; una cultura de la que nos hemos sentido – en la mayoría de los casos – orgullosos y una cultura de la en la actualidad seguimos viviendo y alimentándonos.
Uno de esos pilares de nuestra cultura es lo que se refiere a la muerte: lejana, separada, con miedo, oscura y negra, con poco contacto…. eso es lo que nos han transmitido a lo largo de los tiempos. Los duelos eran, y en parte son, un acontecimiento social de lo más tenebroso posible, a dónde los niños no solían acudir, donde la familia expresaba su desesperación ante el luctuoso hecho y donde las amistades alimentaban ese ambiente que daba un aspecto dantesco.
La Iglesia, fruto también de la cultura, ayudó a alimentar este ambiente: ropa litúrgica negra, campanas que avisaban de lo acontecido, el sacerdote que acudía a la casa con toda la parafernalia que eso conllevaba, avisos de portarnos bien, sino el destino no sería los brazos de un Padre misericordioso, sino todo lo contrario, etc… El día de los difuntos era y es el día de obligado cumplimiento con nuestros seres queridos que ya descansan en Padre Dios y por ello los cementerios se convierten en lugar de peregrinación una vez al año.
Pero me gustaría negarme a esa liturgia funeraria socialmente hablando (y religiosa quizás también). A lo largo de todo el año, manifestamos a un Dios que es Padre, que camina con y entre nosotros, que llama a su amigo Lázaro, que le dice a un «enemigo» que hoy estará con él en el Paraíso, que manifestamos – porque él mismo lo ha dicho – que es el Camino, la Verdad y la Vida… por eso me niego a que nos quedemos con un Dios de muertos y no con un Dios vivo, que vive entre nosotros y que es la vida por excelencia.
La liturgia de estos días, nos ofrece las garantías de lo que tiene que ser un verdadero seguidor de un Dios de vivos. Nos llama felices, dichosos, bienaventurados… los que en la vida luchan por el Reino de Dios y procuran ponerlo en práctica. Un Reino de amor, de justicia, de visitar al que tiene como bandera la soledad, la exclusión social; un reino que lucha porque el hambre quede erradicada de una vez por todos; un reino en el que todos tienen derecho a un trabajo y vivienda digna; un reino en el que tienen cabida todos aquellos que se desviven y luchan por los demás, por los que ofrecen su tiempo de compañía, de escucha, de silencio compartido… ¡qué maravilloso reino para un Dios de vivos!.
Esos son los santos, los vivos, no los difuntos. Los santos no son sólo los que tienen una peana en una iglesia y a los que de vez en cuando – solo cuando la vida aprieta – les pedimos, les rogamos, le encendemos una vela, les suplicamos…. un favor y que el resto del año no nos acordamos de ellos. Los santos seguro que caminan o han caminado con nosotros; que nos dan ejemplo diario en todas y cada una de sus acciones; en nuestra madre abnegada, en el padre bondadoso, en los compañeros de trabajo generosos, en los amigos que lo son para toda la vida, en los hijos agradecidos, en los nietos que se enorgullecen de ser malcriados por los abuelos…. esos son LOS SANTOS Y SANTAS DE DIOS. Pero no nos olvidemos , por favor, que es de un Dios de vivos y no un Dios de muertos.
Hasta la próxima. Paco Mira